viernes, 29 de julio de 2022

Historia sin lifting


Buscando información sobre un personaje histórico que me anda esquivando, me tropecé con un libro escrito por un tal Juan Lindolfo Cuestas, publicado en el año 1897. El autor tiene una abultada trayectoria y llegó a ser, nada menos que, el Presidente de la República Oriental del Uruguay. Pero su libro llamó mi atención por varias razones: describe con mucho detalle varias batallas que se dieron en el Siglo XIX, a ambos márgenes del Río Uruguay, describe la situación política de la época y, lo que me interesa diseccionar de esta obra y compartir, la situación social a finales del Siglo XVIII y principios del XIX en el litoral. 

¿Por qué compartirla? Porque se trata de un testimonio muy exacto, totalmente crudo y directo, de algunas realidades que los años y los intereses de todo tipo, han maquillado por diversas razones, como ha sucedido con casi toda la historia de nuestro país. Situaciones que nos atraviesan directamente como ciudad y provincia.

La obra en cuestión se titula “Páginas sueltas”, y en la página número 204 de su segundo tomo, se puede leer el capítulo denominado “Apuntes de cartera”. Aquí el autor nos presenta un personaje de cuya identidad solo sabremos que era “Doctor Lorenzo”: italiano de nacimiento, llega a la Banda Oriental, desde Buenos Aires, en el año 1849.

Según nos cuenta el autor, al Doctor Lorenzo le llamó mucho la atención el revuelo que causó el famosos Pronunciamiento de Urquiza del año 1851 y se instaló en Paysandú para ver con sus propios ojos, el cruce del río Uruguay, del caudillo entrerriano y su ejército (7 mil hombres aproximadamente). Esto sucedió el 18 de julio de 1851. La descripción del hecho es notable, no se ahorran detalles y no tiene desperdicio.

Pero yendo al grano, en la página número 221, el autor nos dice que el Doctor Lorenzo también se tomó el tiempo de observar y tomar nota sobre la realidad de la campaña litoraleña. Sobre todo, lo que en el libro se enumera como “la instrucción pública, el culto y la justicia…”.

Transcribo textualmente lo expresado en cuanto al culto:

“El culto, que podía ser mejor atendido, porque la ignorancia, por una parte, y por otra la necesidad de los moradores de unirse en matrimonio, de bautizar los hijos y de enterrar los muertos, hacía que los curatos (sacerdotes) fuesen ricos.

El paisano siempre tenía que abonar los derechos que la iglesia le imponía, justo o no.

Los curas generalmente no respondían a la necesidad del culto.

Un rancho de techo de paja, casi en todos los pueblos, hacía las funciones de templo.


Las imágenes eran palos vestidos, teniendo la cabeza hecha por el carpintero del pueblo, o tomada de algún muñeco importado. No sabemos si se ha modificado esa costumbre totalmente, tal vez no.

Cuando llegaba la fiesta del patrón o la patrona del pueblo, las señoras se encargaban de vestir al santo o la santa, y colocado en andas, circulaba alrededor de la plaza del lugar, en hombros de los creyentes…

…Mientras tanto, el cura, que casi siempre era español, miraba por sus intereses privados con preferencia, y tenía estancia, que denominaba de la Virgen en unos casos y del santo de su devoción en otros.

Se le veía en su buen caballo overo de sobrepaso, enjaezado al uso del país, ayudar a apartar en un rodeo, de traje talar, y salir a casar o cristianar en la campaña con una buena comitiva de paisanos alegres.

Estos paseos eran sumamente productivos, pues si no pagaban en dinero los feligreses, lo hacían con vacas o caballos que aumentaban la riqueza de la estancia de la Virgen; eso sí, la tarifa se observaba porque el cura era inflexible en esta cuestión.

Además había baile y beberaje en las estancias donde llegaba su paternidad (sacerdote), que a veces era también guitarrero y cantor de malagueñas.

Los días de animas, en los pueblos, eran otro gaje. Las sepulturas que solicitaban responsos, tenían encima corderos, gallinas, huevos o frutas.

Una carretilla, tirada por un petizo, iba recogiendo los artículos producto de los responsos.

La sepultura que no tenía productos, no recibía responsos.

Un ilustrado y buen sacerdote de la capital, en 1852, recorría los pueblos exhortando a los feligreses y a los curas al orden y a la penitencia; pero sus superiores encontraron que ponía demasiado celo, según se decía, y lo mandaron volver, destituyéndolo.”

El parecido con la historia fundacional, sin adornos ni mitos, de nuestra ciudad de Nogoyá, y tantas otras de nuestros pagos, NO es coincidencia…

Otro aspecto muy interesante es la descripción, que el Doctor Lorenzo hace, del estilo de mando y liderazgo militar del General Justo José de Urquiza. Transcribo textualmente:

“La caballería entrerriana llamaba la atención por su organización militar.

El uniforme era punzó: Chiripa camiseta, gorro de manga, al igual que los soldados de Rosas.

Los tiradores, de sable y tercerola.

Los lanceros, con sable y lanza.

El gobierno de Entre Ríos no les daba sino las armas, el uniforme era a costa del soldado.


Cuando Urquiza ordenaba a los jefes de las divisiones, que se denominaban por Departamentos, que se presentasen en Calá, Cuartel General, los jueces de paz de Sección repetía la orden al pueblo, a la estancia o a la cabaña. Todo hombre hasta 50 años era soldado y debía marchar con dos mudas de ropa y dos uniformes, uno de marcha y otro de parada, y dos caballos.

El que faltaba a la cita era perseguido, y si se asilaba en el monte, corrido como una fiera. ¡Infeliz del que era tomado en esa forma por las autoridades!

Los soldados entrerrianos no ganaban sueldo y el terror impuesto por Urquiza los hacía temblar en fila y fuera de ella.

Las columnas de Urquiza parecían tropas de línea; unas maletas y el poncho a la grupa era todo lo que cargaban en el recado.

Montaban a caballo al toque de corneta y marchaban en orden con sus oficiales al frente, sin oírse una voz más fuerte que otra.

Ningún soldado se permitía salir de la fila, y desgraciado de aquel que hacía observaciones a un oficial o cometía una falta cualquiera.

En marcha, formaban como una cinta roja, serpenteando a través del césped verde y sus armas brillando al sol.

El Ejército de Urquiza no marchaba con hospital ni con bagaje, ni tenía carpas; con excepción de los Coroneles o los generales, todo era en él primitivo. 

Ponía en movimiento cinco mil soldados equipados y armados, prontos para entrar en campaña en quince días. No faltaba ninguna a la cita; sus nombres estaban anotados en el Juzgado.

Era admirable el orden de esas caballerías; el terror impuesto por ejecuciones sangrientas, sin forma de proceso, era el secreto del poder del General Urquiza…”

En esta segunda transcripción podemos tener una idea más clara y entender (NO justificar), entre otras cosas, el por qué del asesinato del Gobernador delegado y hermanos del General Urquiza, Cipriano José de Urquiza, en nuestra ciudad de Nogoyá, el 26 de enero de 1844, en manos de desertores asilados en los montes al oeste de nuestra localidad. Aquí, en nuestra plaza de Nogoyá, hubo ejecuciones ordenadas y ejecutadas por los hermanos Urquiza.  El terror que imponían, les jugó una muy mala pasada.

El panorama de un paisano común en aquellos años, era verdaderamente desolador: Por un lado, el culto, y por el otro, el ejército. Por mucha pátina de patriotismo o de valor heroico que se le quiera dar a la historia, lo cierto es que, en la guerra civil de aquellos días, muchos morían de forma violenta sin entender muy bien por qué. Y muchos de los caudillos, unitarios o federales, privilegiaban sus intereses personales, políticos o económicos, a los intereses del pueblo, que ponía el pecho a las balas y las lanzas en los campos de batalla. 

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