Buscando
información sobre un personaje histórico que me anda esquivando, me tropecé con
un libro escrito por un tal Juan Lindolfo Cuestas, publicado en el año 1897. El
autor tiene una abultada trayectoria y llegó a ser, nada menos que, el
Presidente de la República Oriental del Uruguay. Pero su libro llamó mi
atención por varias razones: describe con mucho detalle varias batallas que se
dieron en el Siglo XIX, a ambos márgenes del Río Uruguay, describe la situación
política de la época y, lo que me interesa diseccionar de esta obra y
compartir, la situación social a finales del Siglo XVIII y principios del XIX
en el litoral.
¿Por qué
compartirla? Porque se trata de un testimonio muy exacto, totalmente crudo y
directo, de algunas realidades que los años y los intereses de todo tipo, han
maquillado por diversas razones, como ha sucedido con casi toda la historia de
nuestro país. Situaciones que nos atraviesan directamente como ciudad y
provincia.
La obra en
cuestión se titula “Páginas sueltas”, y en la página número 204 de su segundo
tomo, se puede leer el capítulo denominado “Apuntes de cartera”. Aquí el autor
nos presenta un personaje de cuya identidad solo sabremos que era “Doctor
Lorenzo”: italiano de nacimiento, llega a la Banda Oriental, desde Buenos
Aires, en el año 1849.
Según nos
cuenta el autor, al Doctor Lorenzo le llamó mucho la atención el revuelo que
causó el famosos Pronunciamiento de Urquiza del año 1851 y se instaló en
Paysandú para ver con sus propios ojos, el cruce del río Uruguay, del caudillo
entrerriano y su ejército (7 mil hombres aproximadamente). Esto sucedió el 18
de julio de 1851. La descripción del hecho es notable, no se ahorran detalles y
no tiene desperdicio.
Pero yendo
al grano, en la página número 221, el autor nos dice que el Doctor Lorenzo
también se tomó el tiempo de observar y tomar nota sobre la realidad de la
campaña litoraleña. Sobre todo, lo que en el libro se enumera como “la
instrucción pública, el culto y la justicia…”.
Transcribo
textualmente lo expresado en cuanto al culto:
“El culto,
que podía ser mejor atendido, porque la ignorancia, por una parte, y por otra
la necesidad de los moradores de unirse en matrimonio, de bautizar los hijos y
de enterrar los muertos, hacía que los curatos (sacerdotes) fuesen ricos.
El paisano
siempre tenía que abonar los derechos que la iglesia le imponía, justo o no.
Los curas
generalmente no respondían a la necesidad del culto.
Un rancho de
techo de paja, casi en todos los pueblos, hacía las funciones de templo.
Las imágenes
eran palos vestidos, teniendo la cabeza hecha por el carpintero del pueblo, o
tomada de algún muñeco importado. No sabemos si se ha modificado esa costumbre
totalmente, tal vez no.Cuando
llegaba la fiesta del patrón o la patrona del pueblo, las señoras se
encargaban de vestir al santo o la santa, y colocado en andas, circulaba
alrededor de la plaza del lugar, en hombros de los creyentes…
…Mientras
tanto, el cura, que casi siempre era español, miraba por sus intereses privados
con preferencia, y tenía estancia, que denominaba de la Virgen en unos casos y
del santo de su devoción en otros.
Se le veía
en su buen caballo overo de sobrepaso, enjaezado al uso del país, ayudar a
apartar en un rodeo, de traje talar, y salir a casar o cristianar en la campaña
con una buena comitiva de paisanos alegres.
Estos paseos
eran sumamente productivos, pues si no pagaban en dinero los feligreses, lo
hacían con vacas o caballos que aumentaban la riqueza de la estancia de la
Virgen; eso sí, la tarifa se observaba porque el cura era inflexible en esta
cuestión.
Además había
baile y beberaje en las estancias donde llegaba su paternidad (sacerdote), que
a veces era también guitarrero y cantor de malagueñas.
Los días de
animas, en los pueblos, eran otro gaje. Las sepulturas que solicitaban
responsos, tenían encima corderos, gallinas, huevos o frutas.
Una
carretilla, tirada por un petizo, iba recogiendo los artículos producto de los
responsos.
La sepultura
que no tenía productos, no recibía responsos.
Un ilustrado
y buen sacerdote de la capital, en 1852, recorría los pueblos exhortando a los
feligreses y a los curas al orden y a la penitencia; pero sus superiores
encontraron que ponía demasiado celo, según se decía, y lo mandaron volver,
destituyéndolo.”
El parecido
con la historia fundacional, sin adornos ni mitos, de nuestra ciudad de Nogoyá,
y tantas otras de nuestros pagos, NO es coincidencia…
Otro aspecto
muy interesante es la descripción, que el Doctor Lorenzo hace, del estilo de
mando y liderazgo militar del General Justo José de Urquiza. Transcribo
textualmente:
“La
caballería entrerriana llamaba la atención por su organización militar.
El uniforme
era punzó: Chiripa camiseta, gorro de manga, al igual que los soldados de
Rosas.
Los
tiradores, de sable y tercerola.
Los
lanceros, con sable y lanza.
El gobierno
de Entre Ríos no les daba sino las armas, el uniforme era a costa del soldado.
Cuando
Urquiza ordenaba a los jefes de las divisiones, que se denominaban por
Departamentos, que se presentasen en Calá, Cuartel General, los jueces de paz
de Sección repetía la orden al pueblo, a la estancia o a la cabaña. Todo hombre
hasta 50 años era soldado y debía marchar con dos mudas de ropa y dos
uniformes, uno de marcha y otro de parada, y dos caballos.
El que
faltaba a la cita era perseguido, y si se asilaba en el monte, corrido como una
fiera. ¡Infeliz del que era tomado en esa forma por las autoridades!
Los soldados
entrerrianos no ganaban sueldo y el terror impuesto por Urquiza los hacía
temblar en fila y fuera de ella.
Las columnas
de Urquiza parecían tropas de línea; unas maletas y el poncho a la grupa era
todo lo que cargaban en el recado.
Montaban a
caballo al toque de corneta y marchaban en orden con sus oficiales al frente,
sin oírse una voz más fuerte que otra.
Ningún
soldado se permitía salir de la fila, y desgraciado de aquel que hacía
observaciones a un oficial o cometía una falta cualquiera.
En marcha,
formaban como una cinta roja, serpenteando a través del césped verde y sus
armas brillando al sol.
El Ejército
de Urquiza no marchaba con hospital ni con bagaje, ni tenía carpas; con
excepción de los Coroneles o los generales, todo era en él primitivo.
Ponía en
movimiento cinco mil soldados equipados y armados, prontos para entrar en
campaña en quince días. No faltaba ninguna a la cita; sus nombres estaban
anotados en el Juzgado.
Era
admirable el orden de esas caballerías; el terror impuesto por ejecuciones
sangrientas, sin forma de proceso, era el secreto del poder del General
Urquiza…”
En esta
segunda transcripción podemos tener una idea más clara y entender (NO
justificar), entre otras cosas, el por qué del asesinato del Gobernador delegado
y hermanos del General Urquiza, Cipriano José de Urquiza, en nuestra ciudad de
Nogoyá, el 26 de enero de 1844, en manos de desertores asilados en los montes
al oeste de nuestra localidad. Aquí, en nuestra plaza de Nogoyá, hubo ejecuciones ordenadas y ejecutadas por
los hermanos Urquiza. El terror que
imponían, les jugó una muy mala pasada.
El panorama de un paisano común en aquellos
años, era verdaderamente desolador: Por un lado, el culto, y por el otro, el
ejército. Por mucha pátina de patriotismo o de valor heroico que se le quiera
dar a la historia, lo cierto es que, en la guerra civil de aquellos días,
muchos morían de forma violenta sin entender muy bien por qué. Y muchos de los
caudillos, unitarios o federales, privilegiaban sus intereses personales,
políticos o económicos, a los intereses del pueblo, que ponía el pecho a las
balas y las lanzas en los campos de batalla.